CUANDO YO ERA PEQUEÑITO 1ª PARTE

Cuando yo era pequeñito,
con once años bien cumpliditos,
tenía un perrito muy pequeñito,
hocicón, sobón, pelón,
rabón, peleón y glotón,
y además de todo eso
era juguetón, bravucón y besucón,
que encima se llamaba
el pobrecito, León,
y para más recochineo
era un poco fanfarrón,
y tenía toda su piel
de color canela y marrón.

Estaba tan gordito y tan rechonchito,
que parecía un botijito el pobrecito,
y yo encima le llamaba mi sebito.
Todas las tardes merendaba,
un trocito de melón, aderezado
con unas gotitas de limón.

Todos los días me esperaba
en una esquina del patio
a la salida del cole,
y nos íbamos corriendo al trote,
yo le daba alguna chuche de esas
que están de rechupe,
y me lamía las manos al galope.
Movía un poco,
lo poco que le quedaba de su rabo,
porque como ya he dicho
era rabón, y perdió parte de su rabo
en una pela que tuvo un día
con un perro muy grandullón.

Algunos chicos del barrio,
le llamaban el gorrión,
porque era verdad que tenía
los ojitos pequeñitos
como los de los pajaritos,
y además era un gran tontorrón.

Pero otros chicos del barrio
le llamaban el sebón,
porque era verdad que tenía
muchos más sebos
que quince patas de jamón.
Los chicos siempre decían:
Mirad, ahí ya viene el Joselito
con su perrito sebito,
y otras veces decian,
mirad, ahí viene el Joselón
con su perrito sebón,
todo eso lo decían
según fuese la ocasión.

Aunque los chicos más malos
le llamaban el meón,
porque era verdad que se hacía pis,
en todos los árboles
que había a su alrededor.

Un día iba yo paseando con mi perrito,
y encontré a una señora que
venía paseando con su perrita,
le pregunté que como la llamaba,
y me respondió que se llama sebita
porque estaba también muy gordita.
Vaya, que casualidad, por Dios,
y menuda que se lió,
porque mi sebito de la sebita se enamoró,
y menudo problemón que me causó.
Se pasaba todo el día ladrando,
desde la puesta del sol
hasta ver de nuevo salir al sol,
ladra que te ladra,
es que hasta se le paraba
al pobrecito la respiración,
y las vecinas refunfuñaban
porque no las dejaba dormir
aquel sebito tan ladrón.

Como yo de esas cosas no sabía,
porque era muy pequeño todavía,
una vecina me dijo,
que lo que le pasaba a mi perrito
era que le había entrado un calentón,
y que se le pasaría si le bañase
con un baño de sifón.
El sebito estuvo quince días
sin  comer ni una sola raja de melón,
con lo que a él eso le gustaba
comer un poquito de melón,
cuando hacían días de tantísimo calor.
Y yo ni corto ni perezoso
me fui a la taberna de mi pueblo
a comprarle un sifón,
y el tabernero me vendió
un grande y viejo sifón,
que me costó un pastón,
y como no tenía ni cinco céntimos,
porque yo era más pobre que un ratón.
un amigo mío me lo prestó.

Y al irle a querer bañarle
con aquél artilugio de sifón,
el primer disparo del sifón,
hizo tantísimo ruido
que aquello parecía más bien
el ruido de una bala de cañón.

Y yo no sé si fue por el susto,
o por el agua de aquel sifón,
yo no sé lo que pasó,
el caso es que mi sebito
se quedó muy relajadito
y el calentón se le pasó.

Y menos mal que aquella sebita,
tan rebonita y tan gordita,
un día la atropelló  un camión,
y al cabo de algunos días
me dijo la señora
que la pobre se murió.

Y la enterró en un cajón,
cerca de un murallón,
y fuimos los dos al entierro,
mi perrito sebito y yo,
y mi sebito se comportó,
porque un poco si que ladró,
como despedida de aquel amor,
y yo le llevaba allí,
al sebito muchas veces,
para que al menos a aquel amor
la rezara una perruna oración.

Una vez mi sebito se puso malo,
y le tuve que llevar corriendo
a la casa del señor veterinario,
pero como nunca tenía un duro,
en vez de pagarle con dinero,
me mandó que fuera cuarenta días,
a cuidar de sus marranos,
limpiar bien sus gallineros,
y a sacar el estiércol
de los caballos.

Tenía unos marranos
que estaban llenos de gusanos,
y que pasaban todo el día
gruñendo y orinando,
y yo dale que te pego,
limpiando y siempre limpiando,
porque cuando uno se orinaba,
el otro lo hacía al poco rato,
es que no daba abasto
y ya me estaba cansando

Era tanta la miseria
que había por todas las esquinas,
que se me llenó la cabeza
de sarna, piojos y ladillas
Vaya piojera que agarré,
tenía piojos y ladillas
de la cabeza a los pies,
y me pasaba todo el día,
rasca que te rasca
la cabeza y los pies,
desde al amanecer
hasta el anochecer.

Eran tantas las ladillas,
que las veía hacer carreras
encima de mis rodillas,
y las había en tal cantidad,
que bien se pudiera haber hecho
una grande y rica tortilla
de gordos piojos y ladillas.

Era tal la desazón,
era tal el escozor,
que estuve casi cinco días
bebiendo el agua en un porrón,
porque tenía los labios
abrasaditos de aquel escozor.

Mi mamá me quitaba
esos piojos y ladillas
con paños de vinagre y albahaca,
y con una liendrera
me quitaba todas las liendres
y las metía en agua muy caliente
para que los piojos y las ladillas
se achicharrasen muy lentamente.

Y mi abuela preparó un mejunje
de yo no sé con qué,
el caso es que,
aquellos malditos piojos y ladillas
desaparecieron en un santiamén.

Ustedes se pensarán
que todo lo que digo no es verdad,
pero les doy mi palabra de honor
que es la pura realidad.

Tenía un balcón con plantas,
lleno de margaritas y albahacas,
una cajita llena de botones,
un tren pequeño de hojalata,
que se averió entre dos estaciones
y que no admitía reparaciones.

Iba como en un juguete
subido muy tieso en mi patinete,
pasando a todo gas por las esquinas,
iba casi tan rápido
como una golondrina.
Ellas me enseñaron a volar
cuando las veía por el puerto
en el fondo del mar.

Cuando llegaba el invierno,
todas las chicas y chicos
íbamos con nuestros chubasqueros
a patinar un rato por los hielos,
a mí, mi querida y viejita abuela,
me había hecho un gorro
de color negro y colorao,
para protegerme del frío,
es que de tanto frío como hacía
me ponía todo morao.

A ese gorro le había rematado
mi abuela en lo alto de la cabeza,
con un gran y tieso pompón,
precisamente colorao,
y los chicos al verme de esa guisa,
es que se meaban de la risa.
Hoy a toro pasao yo lo comprendo,
porque si hubiese sido lo contrario,
yo también me habría partido de la risa.
Cuando se murió mi abuela,
en señal de duelo,
corté aquel colorao pompón,
como un homenaje a ella,
y desde entonces
guardé muy bien el pompón,
muy dentro de mi corazón.

Los maestros y nuestros padres,
nos daban collejas por todas partes,
todas las mañanas y por las tardes,
y como hacíamos muchas travesuras,
estábamos a las duras y a las maduras...
Teníamos un maestro
que le llamábamos el negro zumbón,
porque los fines de semana
se emborracha un montón,
y se le ponía la cara
más negra que un tiznón.

Tenía encima de su mesa,
parece que lo estoy viendo,
una regla grande y negra,
más negra que el carbón,
con las que nos daba,
de vez en cuando un coscorrón,
y nos decía: las letras con sangre entran,
a ver si de una puñetara vez
os aprendéis bien la lección.

Cuando a alguno de los chicos
nos picaba alguna araña del jardín,
donde había más de cinco mil,
mi abuela nos preparaba
una pomada casera,
a base de manteca, sal, vinagre,
pimentón, cominos y perejil,
y que también nos servía
para cuando teníamos
alguno de nosotros,
algún grano en la nariz.

Y para curarnos las verrugas,
machacaba en el mortero
cuarenta y ocho ortigas y orugas,
y yo la decía que por qué
tenían que ser solo cuarenta y ocho,
y no por ejemplo doscientas,
y me respondía, cállate ignorante,
que eres muy ignorante
tú todavía no sabes bien de cuentas....
Tenía una calentura,
que era como una especie de locura,
y era querer irme un día
a estudiar en la ciudad para ser cura,
pero una tarde de otoño,
una chica muy guapa me besó,
y al irme a confesar al día siguiente,
aquel cura las ganas me quitó.

Me puso de penitencia
rezar seiscientas avemarías,
ochocientos rosarios,
y quinientas salves,
y que estuviera toda la semana
sin comer nada de chocolate.

Yo le replicaba a aquel señor cura,
que si por un pecado tan pequeñin,
me había mandado
tantas salves y rosarios,
el día que viniese a confesarme
con unos pecados más gordos,
me mandaría no solo a los infiernos,
sino directamente a los crematorios.

Me decía que no podría
yo nunca ser un cura,
porque era muy besucón,
ni sabía rezar bien el rosario,
ni Dios que lo fundó,
y además me iría de cabeza al infierno,
y me convertirá seguramente en un tizón,
que allí los cuerpos se queman
pero nunca se consumen,
y que uno se convierte en carbón,
que allí había mucho dolor,
que allí nunca había un sigilo,
y que allí me quedaría
por los siglos de los siglos.

Me dijo que allí se pasa uno
todo el día penando y llorando,
y sudando un mogollón,
y toda la eternidad agonizando.

Quita, quita, lagarto, lagarto,
me fui de aquel confesionario
como alma que se la lleva el diablo,
echando por la boca,
sapos, culebras y lagartos,
yo ya me veía ardiendo
en las calderas de Pedro Botero,
y con todos los demonios en unión,
clavándome a cada segundo
un grande y afilado punzón.

Me pasé casi un mes,
sin ir a confesarme otra vez,
y sucedió lo que tenía que suceder,
que me encontré por la calle
a aquella chica otra vez,
y nos dimos un beso
más prolongado esta vez.

Y claro,
como yo tenía tanto canguelo
por lo que me dijo el cura
aquella última vez,
me fui a confesar corriendo,
no fuese que las palmase
y me fuera de cabeza
a los más profundos infiernos.

Y de nuevo me confesé  con aquel cura,
y nada más verme,
me decía: venga desembucha,
que ya te conozco bacalao.
Hay que ver que manía tenían
antes todos los curas
de decir siempre desembucha.
Y yo, venga a desembuchar,
y mientras desembuchaba
e iba desembuchando,
era tan grande el saco,
que lo tenía llenito de pecados,
así que tardé casi,
media hora y un cuarto
en desembuchar todo el saco.

Y aquel señor cura
que parecía ser muy listo,
ya me había echado la cuenta,
y me decía que 50 travesuras al día,
hacen mil quinientas al mes
desde la última vez que me confesé,
asi que desembucha,
y dime todo de una vez,
que tengo mucha clientela esperando,
y algunos ya se están cansando
y dejan de estar todo el tiempo rezando.
Y dale que te pego con el desembucha,
solo de pensar lo que tenía que decir
a aquel señor cura,
me entraban escalofríos y sudores,
y ya veía yo a todos los demonios
vestidos de muchísimos colores.

Y desembuchando y desembuchando,
llegó por fin el momento
de decirle al señor cura
aquel pecado del beso,
y lo único que le oí decir fue:
tierra ábrete y  trágatele,
y mete bien dentro
a este pobre pecador,
y llévatelo preso,
que se abran ahora mismito
todas les puertas del infierno,
y que sufra de picores,
y que allí se lo coman
los piojos y las ladillas
por todos los rincones.

Entonces me acordé 
de las ladillas y piojos
que agarré en casa de aquel veterinario
cuando mi sebito estaba tan malo,
sacando la basura de sus gallineros
y de sus marranos.

Y me entró otra vez,
tanto miedo y tanto canguelo,
que salí de allí corriendo,
y para decir la verdad
todavía sin terminar de confesar.

Me pasé cuarenta noches sin dormir,
más despierto que una vela
y más tieso que una sanguijuela.
Y claro, mi mamá se mosqueaba
y la tuve que decir la verdad,
que me había ido a confesar
y el cura me había tratado fatal.
Si hoy día fuera a confesarme,
con aquel señor cura de antes,
con los pecados que tengo tan grandes,
me mandaría no solo a los infiernos,
ni tan solo al fondo de los mares,
sino al último confín
de los espacios siderales.

Vaya susto en el cuerpo
que aquel cura me metió,
era tanto mi canguelo
que se me quitó la calentura
de irme a estudiar para ser cura,
porque de haber sido yo un cura,
en vez de mandar
a los chicos al infierno,
les habría regalado a cada uno,
una bolsita de caramelos.

Todas las noches rezaba
una pequeña oración,
a mi ángel de la guarda
con mucha devoción,
ya hacía mucho tiempo
que no rezaba aquello
de cuatro esquinitas tiene mi cama,
cuatro angelitos que me la guardan.
Tenía un pajarillo,
que se desgañitaba
cuando oía tocar a un organillo
estando en la ventana,
y teníamos en un corral,
patos, gallinas y hasta un pavo real.
Cuando se acababa el cole,
en los veranos nos íbamos,
a un pueblecito pequeño en un trole,
donde se desgranaba el trigo
con mulas, palos y con un trillo,
allí había unas ruinas al sol,
donde los chicos
jugábamos al balón.

Muchas tardes en el verano,
los chicos nos íbamos al campo
a cazar pájaros y perdices,
y también a robar de los nidos
huevos de codornices,
y con un tirachinas,
matábamos serpientes y lagartijas.

Las chicas en la piscina,
no nos enseñaban nunca
ni los pechos, ni el ombligo,
ni la tripa, ni tan siquiera
un poco la barriga,
y los chicos en las calles,
íbamos a robar peras
allá lejos por los maizales,
y casi cada día al caer la noche,
íbamos a robar girasoles,
para comernos las pipas
por todos los rincones.

Siempre había alguna escuela
donde había chicos picados de viruelas,
con mocos en la nariz,
y comiendo pipas y regaliz.

Cuando veíamos al señor cura
por la calle paseando,
todos los chicos en fila
íbamos a besarle la mano.
Y yo le preguntaba a mi mamá
que porqué al señor cura
había que besarle las manos
siempre que nos lo encontrábamos
paseando y a veces fumando,
ya que podría haber alguno
que no fuera muy buen cristiano.

Y mi mamá me decía,
calla, hijo, calla,
no digas esas tonterías,
que se le besa la mano
porque es que el señor cura
cuando dice la santa Misa,
coge al mismito Dios con sus manos
en el momento de repartir la eucaristía,
y precisamente por eso
hay que besarle la mano,
es que ha tocado a Dios mismo
con sus santas manos,
y eso es algo muy sagrado y obligado.
Y yo, dale que te pego, la replicaba,
que pudiera haber algún cura
que fuese un poco guarrete
y que no se lavase bien sus manos,
porque fuese algo cerdete.
Y mi mamá me respondía:
calla hijo, calla,
no digas tantas tonterías,
no me retruques más veces,
porque tú de estas cosas de curas
no sabes ni una miaginina,
ya lo sabrás algún día,
eres muy pequeñito todavía,
eso que me dices de ser unos cerdetes
no lo hacen los que son
buenos y santos sacerdotes.

En aquella época,
todos los curas tenían en la cabeza,
una coronillas afeitada
que lo llamaban la tonsura.
Y yo, dale que te pego
a mi mamá la preguntaba:
que porqué llevaban los curas
todos sin excepción esa tonsura,
y me explicaba que era
porque tenían que ser santos
todos los señores curas,
que era como una aureola
de santidad y dulzura.

Cuanto respeto y admiración,
había con aquellos señores curas,
y no como con de los de ahora,
que no lleva ninguno
ni sotana, ni tonsura,
y como van de paisano,
si se va uno a confesar,
a lo mejor pudiera suceder,
que ese que está en el confesionario,
ya no sabe uno ni lo que es,
si es un gamberro converso,
o vaya usted a saber
lo que puede suceder,
y les digo la verdad,
pudiera ser que ese
que ese que le está a usted confesando,
y muy calladito en el confesionario,
que no sea cura ni sea santo,
o puede ser que sea
hasta un señor veterinario,
o hasta un boticario.

Tenía una novia morena,
que me enseñaba
cuando llegaba la noche,
juegos prohibidos
cuando íbamos a las verbenas,
al ladito de una higuera.
Ella me enseñó a conocer
la belleza de los luceros
y de la luna y de las estrellas,
entre besos siempre furtivos
y casi siempre fugitivos.

Guardado entre los libros,
tenía un Play Boy guarrindongo,
mugriento, maloliente y muy amarillo,
y aunque estaba muy prohibido,
porque el verlo era muy pecaminoso,
los chicos lo mirábamos,
cuando estábamos solos y aburridos,
en lugares siempre muy escondidos,
porque salían unas titis en bolas
que eran muy preciosas,
como para quitarle a uno el hipo
o a lo mejor otras cosas…

Después de ver y requetever
aquel Play Boy pecaminoso,
los chicos jugábamos al balón,
generalmente
con una pelota hecha a mano,
de retales de algodón,
mientras, las chicas hacían
encajes de bolillos en el sillón,
y jugaban a los alfileres y acericos,
sentadas en cualquier escalón,
o jugando a las mamás
con sus muñecas de trapo.
Otras veces los chicos
jugábamos a las chapas y a los bolos,
y las chicas a la comba y con el diabolo.
Aquel Play Boy mugriento
pasaba de mano en mano
por todas las clases de mi colegio,
y nunca jamás nos lo pillaron,
porque nos lo pasábamos en secreto,
aunque fuésemos algo villanos.

En aquellas épocas,
nuestras madres cocinaban,
con sartenes y cacerolas de hojalata,
que se oxidaban un montón,
cuando se las ponía a secar al sol.
Los chicos merendábamos,
pan con aceitunas y avellanas,
y cuando hacía menos calor,
un poco de pan con un chicharrón,
y el que era más rico, salchichón.

Yo a mi mamá la decía,
que comprara cualquier día
un trocito pequeñito de jamón,
y la añadía esta cantinela
que la aprendí en la escuela:
mamá, jamás jamón jamé,
y ella me respondía,
callate hijo, calla,
siempre estás diciendo
muchas tonterías,
y me añadía otra cantaleta parecida,
hijo, no solo no jamaste jamón jamás,
es que ni jamás lo jamarás...

Se pasó la niñez en un soplo,
y pronto llegó la adolescencia,
y comenzaron los problemas con mis padres
por querer irme a bailar por las verbenas.
A mi madre la salieron muchas canas,
zurciendo calzoncillos,
calcetines, pantalones, alpargatas,
sábanas y pijamas,
y mi padre supo que ya era viejo,
al mirarse un día en un espejo.
Mi hermana mayor se fue de casa
porque era la primera vez que se casaba.
En aquella época,
cuando íbamos a robar a las huertas,
cuantas correrías hacíamos,
sin alpargatas y descalzos,
y todo el tiempo sudando.

Hoy, allí en aquellas huertas,
los perales se han secado,
han crecido malas hierbas,
y ya no hay chicos
que estén robando las peras …
Hoy, al recordar todos estos recuerdos,
quisiera otra vez volver a mi infancia…
Recuerdos de mi infancia,
inocencia perdida,
inocencia olvidada

cuando la niñez se acaba…

Los años pasan y,
asoman los recuerdos,
inolvidables momentos
de ternura desenfrenada…
Juegos compartidos
con mis hermanos y hermanas,
mi madre en la cocina

o zurciendo calzoncillos y pijamas,
o bien haciendo las camas…
y mi padre trabajando,
de la mañana al anochecer,
para traer el sustento a casa
para darnos a todos de comer.

Sin yo querer, se me escapa
una pequeña lágrima,
niñez perdida en el tiempo,
adolescencia añorada...

Me he dejado en el tintero muchas cosas,
pero para no ser más extenso ni aburrido,
aquí va el punto final…y me despido.
 

3 comentarios:

Unknown dijo...

Muy ingeniosa la poesia. La historia del beso y de la confesión me han hecho reir un montonazo. Felicidades por estos poemas tan ricos y divertidos.

Unknown dijo...

Ja, ja, ja, me has hecho reir y recordar los años de la niñez, de candidez, de inocencia,de felicidad con las pocas cosas que teníamos en aquellas épocas.Sigue escribiendo para hacernos recordar y soñar...

Mama Tartas dijo...

Madre que risa parece que veo las cosas que cuenta mi marido y las risas que nos hemos pegado y seguimos ja ja ja jaaaaaaa que gracia por Dios . Un beso Antonia mi amor se llama también Antonio que te parece Ja ja ja ja

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